- Nacido en el campo y dotado de un talento natural para componer canciones, Hernando Marín es uno de los más grandes cultores de la música vallenata. Sayco recuerda al maestro con un homenaje.
Cuenta Hernando Marín que cuando era un muchacho y recogía algodón en las fincas de San Juan del Cesar, para llevar sustento a su hogar, no paraba de tararear las canciones vallenatas de entonces, mientras los demás echaban chistes y contaban historias cotidianas para hacer más llevadera la dura faena de sol a sol.
Pero un día silbando en una callejuela del algodonal empezó a armar sus propios cantos. Pensó que ese era su destino. Por las noches se acostaba sudoroso y se imaginaba cantándole a la gente en las fiestas de los pueblos. A la mañana cantaba y componía mientras manejaba su tractor arando la tierra o recolectaba algodón, y por las tardes lo esperaban sus hermanos y su mamá para escuchar sus cantos.
Con uñas llenas de barro y una caligrafía trabajosa que no superó segundo de primaria garabateaba sus estribillos. Sin otra inspiración que la naturaleza, la vida sin prisa del pueblo, la pasión desaforada de su corazón y la mirada de compasión de su madre, el joven Marín no cesó desde entonces de componer vivencias con una fuerza poética costumbrista que marcaría la composición vallenata con su legado.
“Vallenato y guajiro” fue su primera composición a mediados de los años setenta. La dio a conocer en un festival, y ese día cumplió su sueño. Lloró en silencio. En esos versos estaba ya la intención del sentimiento que tendrían todas sus obras. Los cantantes querían sus composiciones, desde la voz suave de Rafael Orozco hasta la parrandera de Diomedes Díaz.
Sus canciones tenían la pasión febril por la vida y las mujeres, el valor de la amistad y las costumbres pueblerinas, pero también le molestaba la injusticia del hombre. Con la canción “La ley del embudo” empezó a cuestionar con ironías a los gobiernos, y le siguieron “Los maestros” y “La dama guajira”, historias que revelaban la otra cara del compositor feliz, pero temperamental.
No tenía dinero para ir al Festival del Retorno de Fonseca, y acudió a su amigo ‘Caco’ Coronel, un maestro de escuela rural al que le debían un pago atrasado. Fueron a San Juan del Cesar a cobrar el cheque, pero una malhumorada funcionaria no los quiso atender. Inconforme, compuso el canto vallenato protesta más aclamado de este folclor. No la hizo pensando en que la grabaran, aunque Poncho Zuleta la escuchó y se la arrebató de las manos.
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“La dama guajira” le empezó a indignar cuando supo que el carbón de su tierra llegaba hasta su natal El tablazo y se tragarían a todo el Departamento. Con ironía comparó a La Guajira con una mujer hermosa y pobre que nadie enamora, pero cuando saben que es rica le sobran los pretendientes y se aprovechan de ella. Sabía que nadie la grabaría, y se juró cantarla hasta el cansancio. Se convirtió en un himno de soberbia de los guajiros.
Marín tuvo otra vivencia y la llevó guardada con especial afecto. Montado en su burro solía meterse a una finca ajena a cortar unas cañas de azúcar que saboreaba en el camino y luego repartía entre sus hermanos. El capataz le seguía los pasos, y un día en una tienda del pueblo reconoció las huellas impresas en su memoria y en el barro del cañaduzal, y lo atrapó. Compuso “La guaireñita”, una especie de calzado rustico y popular entre los más pobres hechas de retazos de llantas de carro, y hoy es un canto que evoca la nostalgia de los provincianos.
Marín fue una especie de viejo juglar reencarnado en la modernidad. Cantor vagabundo, mujeriego, parrandero y toma trago, amiguero y echador de cuentos. Hasta se reía de sus propias anécdotas. Narra Marín que un día estaba trabajando en la finca de su patrón Orlando Cuello, y llegó un señor preguntando por el compositor de “La creciente”, la afamada canción de El Binomio de Oro.
Marín se presentó, y el señor le dijo que su novia quería conocerlo. Le dejó un adelanto de veinte mil pesos. Días después Marín acudió a la cita en Fonseca, con su mejor pinta y bañado en menticol. La novia, al verlo, le preguntó: “¿Y usted es Hernando Marín?”. “Sí soy yo”, le contestó el compositor extendiéndole la mano. “Embúa, yo pensé era otra cosa”, respondió la dama.
De las carcajadas y la alegría de las parrandas pasaba con facilidad a la melancolía y la profunda tristeza. Uno de esos eventos fue la muerte de su madre un 24 de diciembre. Nunca más hubo navidad para Marín. Para esas fechas se aislaba en su habitación atormentado por el recuerdo de la ternura de su madre que llevó prendido de su corazón como un retrato indeleble.
Marín se preocupó también por que los artistas vallenatos tuvieran un mayor reconocimiento, labor que fue atendida por la Sociedad de Autores de Colombia, Sayco, que continuó el camino de la defensa y una mejor remuneración de los derechos de autor del compositor colombiano. Hoy, en el aniversario 25 de su partida, Sayco le otorga “In memoriam” su mayor distinción artística “La Gran Orden Santa Cecilia”.
Marín tenía miedo de morir, como todo enamorado de la vida, pero decía que no lo enterraran en su pueblo, porque algún día iba a desaparecer envuelto en carbón y prefería reposar en Valledupar, donde la gente podía ir a visitarlo. “Y cuando muera no me vayan a llorar, despídanme cantando”. Y así fue. Hoy está más vivo que nunca, porque sus canciones se cantan como si hubieran salido ayer. Y son inmortales.